BradHilgert

Los mártires de la UCA a través del filtro de la literatura: recordando sus proyectos de vida

30 marzo, 2015

Bradley Hilgert

– Este noviembre marca el XXV aniversario del martirio de los jesuitas de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas. En muchas partes del mundo, especialmente las universidades jesuitas, habrá eventos para conmemorar este evento histórico.


Jesuitas y trabajadores mártires de la UCA, El Salvador, asesinados en noviembre,1989.

Sin duda, fue un acontecimiento que conmovió al mundo y que por fin captó la mirada de los medios internacionales sobre las injusticias que ocurrían en ‘el lugar pequeño’ que es El Salvador. Las conmemoraciones sirven para registrar el trabajo de los jesuitas y las implicaciones de su martirio. Lo que quiero sugerir en este ensayo es que la literatura también cumple con esta tarea y que debemos considerarla un lugar de memoria, especialmente con respecto a los jesuitas mártires de la UCA. Un giro hacia la literatura nos ofrece una forma de recordar que pone de relieve lo radical, lo peligroso y lo subversivo del pensamiento de estos mártires. Esto, por la capacidad de la literatura de registrar el pasado desde múltiples vertientes, así dando voz a las ciudadanías que quedan silenciadas por la historia oficial dominante.

Lo que estoy proponiendo es también el argumento del escritor nicaragüense Sergio Ramírez en un capítulo suyo sobre las obras de Carlos Fuentes. Allí él enfatiza que la literatura tiene el poder de registrar el pasado de una forma particular. En los textos de Fuentes, Ramírez encuentra un reflejo no solo de la imaginación del novelista, sino también de la realidad histórica de su época; por eso, determina que la escritura de Fuentes es ecuménica. De cierta forma, Ramírez está postulando que la literatura, como la producida por Fuentes, puede reemplazar libros de texto de historia, bajo ciertas condiciones. Leamos sus palabras:

Para que la literatura de imaginación pueda sustituir a la historia escrita, y ocupar sus espacios, el novelista debe tener primero la convicción de que está actuando también como cronista de una época, o de toda la historia de su país, o de la historia de todo un continente, actuando en la página de manera crítica, con acentos despiadados, pero sabiendo que ninguna visión sobre la historia y sobre las sociedades puede ser entregada sino es por medio de la más rigurosa e imaginativa de las ejecuciones artísticas. Éste es el papel del novelista ecuménico, saber ver como historiador siempre inconforme con los resultados de la historia, e inconforme con sus personajes, pero escribir con poder de invención, hacer que los personajes retraten las épocas, y que sus nombres se vuelvan más poderosos que el de sus creadores. (137).

Novelistas como Fuentes, entonces, aportan una perspectiva mucho más compleja y profunda sobre el pasado, una que la disciplina de la historia no siempre logra registrar por la rigidez de su metodología científica. La versión del pasado que emerge de la literatura se acerca a los esfuerzos de los eventos conmemorativos que mencionamos antes en cuanto pretenden mantener vivos a los que han sido físicamente eliminados de la historia.

El capítulo de Ramírez se centra en cómo Carlos Fuentes cumple con este deber del escritor ecuménico, el que hace memoria con su trabajo, pero también podemos encontrar ejemplos de la literatura centroamericana que funcionan de la misma forma. Estos autores esclarecen aspectos del pasado de la región que no se encuentran en los libros de texto, especialmente con respecto a los mártires que estamos estudiando aquí.

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Un ejemplo de la literatura salvadoreña que nos brinde una perspectiva única sobre el contexto histórico dentro del cual se ubicaban los jesuitas mártires de la UCA es la novela Un día en la vida de Manlío Argueta. Según la crítica literaria y cultural Ileana Rodríguez, la narrativa centroamericana llega a su umbral con esta novela. Rodríguez postula que la novela de Argueta nos da un arquetipo de qué significa escribir literatura durante tiempos de guerra. El libro está escrito con un sentido de urgencia y cumple con la necesidad de representar a los grupos subalternos en pleno momento bélico. El libro fue publicado en 1980 y registra las transformaciones y tensiones culturales que las décadas de los 70 y 80 trajeron a El Salvador. Como señala Rodríguez, la política de escritura empleada por Argueta se distingue de los textos revolucionarios masculinos porque lo que Argueta recoge en su obra son las voces-aliento de las mujeres rurales de El Salvador. De esta forma, su novela redime y une las subalternidades para así abrir espacio para la construcción de solidaridades que van más allá de la episteme liberal-burgués-masculina. Es decir, es una política de escritura que busca la convivencia y subjetividades fundadas sobre nociones de liberación y no de conquista.

Además de ejemplificar una política de escritura que se mueve hacia la liberación, Argueta actúa como cronista de su tiempo, de su país y de su región. Su voz es crítica de la historia que él vivía y la profundidad de sus personajes refleja dicha realidad. Este aspecto de la trama de la novela abre espacio para imaginar alternativas, para pensar a contrapelo de la historia, como diría Walter Benjamin. Argueta registra la realidad histórica de El Salvador en los 70s y 80s, pero también destaca las tensiones que emergían con la apariencia de una nueva teología en la región—una nueva teología fundada, apoyada y fomentada por los mártires de la UCA, especialmente Ignacio Ellacuría. Este nuevo pensar empieza a deshacer la frontera entre lo político y lo pastoral. En este sentido, podemos decir que un texto cultural como Un día en la vida preserva la memoria-historia de la ruptura-propuesta que estos curas encarnaban e inscribe en la memoria cultural las formas en que ellos imaginaban la religión como motor para el cambio socio-político y una nueva orden pensada desde el lugar epistemológico preferencial que son las mayorías pobres salvadoreñas.

Como sugiere el título de la novela, la trama de Un día en la vida gira alrededor de un día en la vida de la protagonista, Guadalupe (Lupe) Guardado. Durante este día, se integran las voces de otras mujeres, entre ellas la de su hija, María Pía, y su nieta, Adolfina. Todas estas mujeres han perdido seres queridos debido a la violencia estatal extrema, dejando a las mujeres en las periferias de la lucha buscando alternativas que produzcan la vida y no la muerte. La violencia dentro de la novela –el asesinato del hijo de Lupe, el cuerpo mutilado de su esposo—se va incrementando en la novela junto con el nivel de conciencia de Lupe. Entremezclada con esta violencia –y a veces productora de ella—está la disputa entre dos versiones de imaginar el cristianismo: uno desde los centros de poder representado por los curas viejos y los militares de la novela y otro que toma como su punto de partida la perspectiva de los campesinos salvadoreños y es figurado por los nuevos curas que llegan al pueblo donde tiene lugar la novela. Es este último que inicia el proceso de concientización que experimenta Lupe y es éste mismo que registra la labor de los mártires.

Cuando se lee la novela de Argueta como un archivo de memoria de la labor de los jesuitas de la UCA, se hace evidente la forma en que su pensamiento constituye una denuncia de este primer modo de entender el cristianismo. Los personajes en el cuento de Argueta más vinculados al Estado salvadoreño personifican una noción de religión que es cómplice y generadora de una estructura y sistema de violencia. Según Lupe, los militares de la guardia “defienden la propiedad privada, ese principio sagrado” a pesar de—o, mejor dicho, a causa de—ser católicos como la mayoría de los campesinos (33). Ella intenta explicar la diferencia entre los valores que defienden los militares y los de los campesinos con la educación: “lo que ocurre es que ellos han recibido educación y nosotros no” (32). Este punto es subrayado cuando la voz propia de un militar, Ellos, interviene en el texto para explicar su misión de eliminar las perspectivas religiosas disidentes. Leamos:

Todas estas miasmas van a terminar cuando seamos todos en cristo, abracemos a cristo, derrotemos a los curas comunistas. No vayan a creer, nosotros tenemos clase de religión, pero de la verdadera, de la otra, la que viene de arriba, nos dejan escoger entre los santos de los últimos días, los mormones o los testigos de Jehová, estas religiones traen la luz y la esperanza para la felicidad eterna del hombre. (137)

Lo que articulan Ellos es un cristianismo desde arriba pero que es inculcado en toda la sociedad a través de un tipo de efecto de goteo. En la novela de Argueta, este efecto de goteo comienza con los viejos curas que catequizan en el pueblo de Lupe. Estos no parecen ser afectados por los altos niveles de mortalidad infantil y en vez de buscar formas de cambiar la situación, les dicen a los campesinos lo siguiente:

Que no nos preocupáramos, que el cielo era de nosotros, que en la tierra debíamos vivir humildemente pero que en el reino de los cielos íbamos a tener felicidad. Que no nos fijáramos en las cosas mundanas de la vida. Y cuando le decíamos al cura que nuestros hijos estaban muriendo por las lombrices nos recomendaba resignación o que quizás no le dábamos la purga anual a los cipotes. (24)

Lupe cuenta al lector que este tipo de cristianismo “a uno le meten desde chiquito” y que obligaba a los campesinos a conformarse con los finqueros y otras autoridades que les mantenían sumisa.

Esta forma de religión justifica la crítica marxista de la religión como opio del pueblo. Sobre este tipo de religión, los mártires de la UCA estarían de acuerdo con la visión de Marx, como podemos ver en el artículo de Ignacio Martín-Baró que lleva el título “Del opio religioso a la fe liberadora”. En este trabajo Martín-Baró caracteriza al cristianismo dominante como una religiosidad formalista, individualista y espiritualista: formalista en cuanto se centra en cómo evitar el pecado, individualista en cuanto el sujeto es responsable por sus propias acciones como individuo frente a Dios y espiritualista en cuanto tiene poco que ver con la esfera histórico-material del mundo. Según Martín-Baró, las implicaciones políticas de este tipo de religiosidad son un nivel alto de pasividad y complicidad con la violencia inherente al sistema-mundo moderno/colonial capitalista—cosa que vemos representada por ciertos personajes de la novela de Argueta. Ya que los asuntos económicos, sociales y políticos pertenecen a la esfera de lo profano, este tipo de religiosidad no los considera, así también haciéndose ciego a las formas en que la religión permite y hasta justifica la violencia.

Lo que vemos en la novela con la llegada de los nuevos sacerdotes al pueblo de Lupe es un movimiento hacia una teología otra. Lupe nos dice que este acontecimiento representa un momento fundacional para ella y sus vecinos: “Hasta que de pronto, los curas fueron cambiando. Nos fueron metiendo en movimientos cooperativistas, para hacer el bien al otro, a compartir las ganancias. Es una gran cosa hacer el bien a otros, vivir en paz todos, conocerse todos” (26, énfasis mío). En parte, podemos atribuir las diferencias entre estas dos teologías a los lugares desde dónde piensan. Como dicen los militares en la novela, la religión que justifica y mueve la violencia anti-comunista viene “de arriba”, de los Estados Unidos, donde “llegó Cristo verdadero con esas iglesias modernas que les llaman testigos de Jehová y mormones” (99). Esta forma de pensar/teologar se hace independientemente de las realidades históricas de los creyentes, como vemos con la disonancia entre estas perspectivas y las vidas de los campesinos. En cambio, la teología de los nuevos sacerdotes se basa en las vidas concretas de las personas del pueblo. Veamos la descripción de Lupe: “nos visitaban, que cómo vivís, que cuántos hijos tenés, que cuánto ganás y si queríamos mejorar nuestras condiciones de vida” (29). Esto es una teología pensada desde los oprimidos centroamericanos que toma en serio sus realidades particulares. Ésta es la teología que Ellacuría proponía con artículos como “Los pobres, ‘lugar teológico’ en América Latina” y “Utopía y profetismos desde América Latina: un ensayo concreto de soteriología histórica”.

Podemos proponer la novela de Argueta como archivo para entender el trabajo de los mártires de la UCA porque estos nuevos curas que entran en la vida de Lupe quieren la misma cosa que buscaban los mártires: historizar el reino de Dios. Le dicen a Lupe que “para ganarnos el cielo primero debemos luchar por hacer el paraíso en la tierra” (27). Aunque parece que esta idea de historizar el reino nos lleva al plano ideológico de la religión, Ignacio Ellacuría aseguraba en sus escritos que era una tarea secular. En la novela lo que vemos es que se traduce en formar cooperativas, en aprender sobre los derechos y en reclamar los derechos de los campesinos—en suma, es el “hacer bien a otros” (26). Lupe explica el impacto concreto y personal de esta misión de una teología pensada desde el oprimido: “Si no hubiera sido por los curas no averiguamos la existencia de esas cosas que le favorecen a uno. Ellos nos abrieron los ojos, nada más” (36). Ellacuría subrayaba esta naturaleza secular de la teología desde las mayorías populares centroamericanas al apoyarse en la persona histórica de Jesús de Nazaret. Leamos: “la secularidad de Jesús es manifiesta no sólo porque no pertenece a la casta religiosa, sino porque su predicación del reino de Dios se convierte espontáneamente en acción pública […] es en esta forma de vida histórica donde él mismo encuentra y donde anuncia el reino de Dios” (79). Y en esto coinciden los curas de la novela de Argueta con los mártires de la UCA—la misión secular de historizar el reino implica una acción pública y política.

La teología de los jesuitas asesinados de la UCA, reflejada en los curas de la novela de Argueta, es una teología crítica, una que nos mueve en la dirección de un pensar subversivo que se posiciona con el subalterno. Ellacuría definía esta teología no como un opio para las masas sino como un pensar de protesta y de lucha. Las consecuencias de fomentar un pensar así, ya sabemos, suelen ser trágicas. El destino de uno de los curas en la novela de Argueta da una prefiguración de lo que les iba a pasar a los mártires: “Le habían metido un palo en el ano y todavía lo tenía allí. Apenas se le oía la voz al padre. Más allacito estaba colgada la sotana, toda desgarrada” (33). En la novela, tanto como con el caso de los jesuitas, el cuerpo del sacerdote-‘subversivo’ es convertido en comunicación—los cuerpos desfigurados y mutilados son utilizados como signos. La imagen de los cadáveres de los mártires botados en el jardín sirven como mensaje para cualquier persona que creía en sus proyectos. Es un mensaje desde el poder que se ha repetido a lo largo de la historia y que tal vez encuentre su manifestación más contemporánea en la desaparición de 43 estudiantes de Ayotzinapa, México.

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Los jesuitas de la UCA entendían el riesgo de posicionarse como hicieron. Veamos las palabras de Ellacuría como ejemplo: “El estar activamente con los oprimidos pone forzosamente al profeta cristiano en litigio permanente con los opresores. La peligrosidad es así criterio de la autenticidad de la fe […] La ausencia de peligrosidad es criterio de que no se está en oposición con el mundo” (99). Desafortunadamente, según el sistema-mundo moderno/colonial actual, tanto para el cura en Un día en la vida como para los mártires, la decisión de abogar por una teología que implica cambios estructurales y sistemáticos que beneficien los pobres requiere el precio más alto: la propia vida. A pesar del costo, apostaron por este pensar desde los pobres y excluidos y esto es lo que queda registrado en el texto cultural de esta novela.

Ileana Rodríguez postula que el texto cultural es un lugar privilegiado para guardar “la memoria no de los muertos, que eso ya está sobre sabido, sino de los vivos; de la lógica de los hechos que llevaron a esas muertes que los vivos recuerdan y testimonian” (21). La novela de Argueta comprueba esta noción de la literatura como acto de memoria. Lo que registra Un día en la vida es la forma en que curas como los mártires de la UCA plantearon una nueva teología desde Centroamérica como una fuerza subversiva que buscaba construir un mundo que coincida con la utopía cristiana en que el sujeto vive para “hacer el bien al otro”. Pero también queda registrado cómo este acto los convierte en enemigos del Estado. Argueta simultáneamente incluye en su texto las propuestas y el impacto de los teólogos de la liberación como los jesuitas asesinados y la (il)lógica del centro que los enemizaba. De esta forma, Un día en la vida cumple el deber de des-banalizar el martirio. Presto este término de Virginia Lemus, una estudiante de filosofía en la misma cátedra que fundó Ignacio Ellacuría quien escribió en un blog editorial de El Faro sobra la banalización del martirio. En su texto, se refiere al caso del Arzobispo Óscar Romero y la forma en que el orden establecido ha absorbido su legado a lo que ella llama un “nivel cumbaya”. Al hacer esto, Romero ya no representa una amenaza al estatus quo ni a las estructuras del poder. La literatura de Argueta reniega esta posibilidad y hace visible lo disidente del proyecto cristiano que construían estos curas en el campo salvadoreño y los mártires desde la UCA. Un giro hacia el texto cultural como una forma de hacer memoria pone en el centro el gesto revolucionario del pensamiento teológico de estos curas.

Finalmente, la novela de Argueta, tanto como el historiador inconforme que describía Ramírez, nos ayuda a especular sobre otras posibilidades. El personaje de Lupe nos permite imaginar una (inter)subjetividad alternativa a partir de las enseñanzas de esta nueva teología desde Centroamérica. A partir de la articulación de dicha teología, los campesinos empiezan a analizar su propia realidad en forma crítica y Lupe se da cuenta de la naturaleza dialéctica de su propia sociedad: “Se olvidan ellos que sin las manos de nosotros no hay siembra, no hay repela, no hay corta, no hay chapoda. Los machetes no se mueven solos” (56). Una vez que Lupe reconoce que hay un grupo que pretende mantener a los campesinos oprimidos, ella emprende el trabajo de diferenciarse de estas subjetividades repugnantes y distanciarse de este sistema que produce miseria para poder construir una alternativa, una (inter)subjetividad otra. Lupe llega hasta el punto en que ya no desea mal ni para el hombre que fue el autor del asesinato de su esposo: “No nos falta nada para mal vivir, pero vivimos. A nadie le deseamos un mal, ni siquiera ahora al cabo Martínez” (202).

Lo que vemos reflejada en el personaje de Lupe es un nuevo paradigma ético de co-existencia que coincide con las propuestas de los mártires de la UCA, especialmente la civilización de pobreza desarrollada por Ignacio Ellacuría. Esto, porque Lupe funciona en la ficción como una subjetividad producida a partir de la teología desde Centroamérica, una subjetividad dirigida hacia la vida y no la muerte. De esta forma, la literatura de Argueta, sin hacerlo explícitamente, registra no solo el contexto histórico dentro del cual operaban los mártires y la lógica que produjo su asesinato sino también conserva la potencia de las propuestas de estos curas. Es decir, la literatura archiva la locura del sistema que eliminó a seis curas jesuitas en 1989 pero también preserva la esperanza que amenazó tanto a dicho sistema. Recordar a los mártires con la literatura no es, entonces, recordar sus muertes sino sus vidas y las vidas que ellos querían posibilitar con sus proyectos, con su construcción de una teología crítica pensada desde el lugar epistemológico de las mayorías pobres centroamericanas. Las palabras de Lupe me parecen especialmente apropiadas para caracterizar este acto de recordar y para cerrar este ensayo:

Es simplemente un acto de humanidad. Cuando revivan de esta muerte cotidiana se van a dar cuenta, ya van a ver. Y a lo mejor podrán reír con nosotros. Acompañarnos a comer un pedazo de tortilla con sal. Nos vamos a dirigir palabras cariñosas y bonitas. El único requisito es revivir. Ustedes deben vivir. (145)

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Bibliografía:

– Argueta, Manlio. Un día en la vida. Costa Rica: Editorial Universitaria Centroamericana, 1985.
– Rodríguez, Ileana. “Operación pájaro: expediente 27, 1998. Obispo Gerardi: enemigo del estado; marcado para ser eliminado”.     En: Revista de Historia. Managua: IHNCA-UCA. (17-33).
—. Women, Guerrillas, and Love: Understanding War in Central America. Minneapolis: University of Minnesota, 1996.
– Martín-Baró, Ignacio. “Del opio religioso a la fe liberadora”. En: Psicología Política Latinoamericana. Martiza Montero, ed.  Caracas: Panapo, 1987. (229-268).
– Ellacuría, Ignacio. “Los pobres, ‘lugar teológico’ en América Latina.” En: Escritos teológicos I. San Salvador: UCA Editores,  2000. (137-161).
– Ellacuría, Ignacio. “Utopía y profetismos desde América Latina: un ensayo concreto de soteriología histórica.” En: Escritos  teológicos II. San Salvador: UCA Editores, 2000. (233-293).
– Ellacuría, Ignacio. “Lectura latinoamericana de los Ejercicios espirituales de san Ignacio.” En: Escritos teológicos IV. San  Salvador: UCA Editores, 2000. (59-106).

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Doctorado en literaturas y culturas latinoamericanas en La Universidad Estatal de Ohio. Obtuvo dos M.A.s de la misma universidad, una en literaturas y culturas latinoamericanas y otra en estudios culturales latinoamericanos. Es miembro fundador del colectivo de pensamiento ex/centrO. Sus áreas de interés incluyen el pensamiento centroamericano, la filosofía y teología de liberación y el pensamiento decolonial. Actualmente está terminando su tesis doctoral sobre el pensamiento de Ignacio Ellacuría, S.J. En agosto de 2015 se incorporará como docente en la Universidad Casa Grande en Guayaquil, Ecuador.